No han pasado 30 años desde el primer Mundial femenino (China, 1991), ni un cuarto de siglo desde la inclusión en el programa de los Juegos Olímpicos (Atlanta 1996), breve periodo de tiempo que señala la expansión, más meteórica que gradual, de un juego que durante décadas se erigió en castillo de la masculinidad en el deporte.
Ha sido un despegue sinuoso, sujeto al mismo tiempo al rechazo y la condescendencia del mundo de la testosterona, representado por un eslogan que servía lo mismo para el brandy que para el balón: cosa de hombres. La idea de una futbolista no era ridícula, pero se ridiculizaba con grosería y mala baba. Las Ibéricas FC (1971), uno de los mayores éxitos de taquilla en la historia del cine español, retrató con actrices en minishort y camisetas ceñidas un desdén que trascendía al futbol. Canonizaba el modelo macho, adherido hasta el tuétano en instituciones como la FIFA, donde su infausto presidente Sepp Blatter propugnaba en 2004 que las futbolistas llevaran los pantaloncitos ajustados de las jugadoras de voleibol para incrementar la audiencia del futbol femenino.
En 2002 triunfó una amable película británica que afrontaba el futbol desde una perspectiva diferente. Quiero ser como Beckham relataba las aspiraciones y el conflicto de una adolescente que soñaba con jugar al futbol. Lo consigue finalmente, cuando recibe una beca para jugar en un equipo universitario de Estados Unidos. Ahí, de manera imperceptible, probablemente no deliberada, se apunta un capítulo decisivo en la nueva relación de la mujer con el futbol. El sistema universitario norteamericano como motor del cambio.
El programa de igualdad de becas deportivas en las universidades de Estados Unidos, conocido como Título IX, marcó el vertiginoso desarrollo de los equipos femeninos, que coincidió con el fenómeno social de las soccer moms (mamás futboleras), término que se hizo popular en los años 90 para definir a las madres de la clase media alta que habitaban los suburbios de las ciudades y alentaban la práctica del deporte en sus hijos, sin distinción de género, ni de juego. Fue una combinación perfecta. Estados Unidos se convirtió en la potencia dominante del futbol femenino, con un inevitable efecto expansivo, tanto en el ámbito deportivo como mediático.
A las mujeres les queda todavía un largo camino por recorrer en el mundo del futbol, donde las oportunidades profesionales todavía son escasas y persisten criterios cavernícolas -inolvidable el caso del popular DJ Martin Solveig, que requirió perrear a Ada Hegerberg en la entrega del último Balón de Oro, con una tajante negativa de la jugadora noruega-, pero la evolución ha sido imparable. Hace 4 años, la Final de la Copa del Mundo (Estados Unidos-Japón) tuvo una audiencia de 750 millones de telespectadores. En Francia se disputa la octava edición, en circunstancias cada vez mejores para un nuevo gran salto del futbol femenino.
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