"El guardameta arruina un partido o pierde un campeonato, y entonces el público olvida súbitamente todas sus hazañas", dijo Eduardo Galeano.
Mi cabeza no dejaba de girar en torno a dos grandes exponentes del arco. Guillermo Ochoa y Jesús Corona. Tan exaltados y a la vez sobajados. Del heroísmo exacerbado pasaron al apocamiento descontrolado.
"Chuy" Corona llegó al Cruz Azul cuando la maldición del título liguero era una infante de 10 años. Sufrió como nadie los 15 años, cuando el portero rival se convirtió en leyenda (y se fue cual objeto olvidado) mientras él pagaba los pecados ajenos y se olvidó que había dado tanto.
En el otro lado ocurrió una situación similar. La memoria histórica sufre de amnesia. La necedad del juicio inquisitivo hacia Guillermo Ochoa por cinco partidos sin victoria del América ha rebasado los límites de la tolerancia y la congruencia.
Esa pasión desbordante que pedía a gritos el regreso de Paco Memo para cubrir la salida de Marchesín, hoy lo enjuicia y golpea con la misma intensidad y fanatismo de un responsable único.
"El portero siempre tiene la culpa, y si no, paga lo mismo", completó Galeano. Pero el brillo de Ochoa y Corona va más allá de un dogma. Más allá de las palabras. Están llamados a ser héroes, aunque la injusta irracionalidad les demande una pena expiatoria sin sentido.
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