Kobe Bryant ha dejado un hueco irreparable en el deporte.
El mundo camina con un nudo en la garganta. Se ha ido una leyenda en toda la extensión de la palabra. Un fuera de serie que eclipsó y maravilló a propios y extraños, a creyentes y a ateos del deporte. Un genio que llevó el basquetbol a otra dimensión en la era post Michael Jordan y que supo atraer miradas en los insensatos tiempos donde las mentes se extravían fácilmente en los bosques de la ociosidad digital.
Emulaba algunos recursos y movimientos de Jordan. Su hechizante juego - literalmente mágico - era tan parecido, casi idéntico al que desplegaba Michael por las duelas. Pero, ¿cuántos quisiéramos ser al menos la mitad de aquello que idolatramos? Kobe lo igualó, lo perfeccionó y lo hizo a su modo.
¿Cuántos escultores quisieran que su cincel transformara una piedra en arte como lo hizo Miguel Ángel o Rodin? ¿Cuántos pintores no desearían ser el pincel de Vincent van Gogh, la escuela de Monet o el atrevimiento de Dalí? ¿Cuántos quisiéramos pegarle a la pelota con la delicadeza y a la vez contundencia de Messi?
Si Bryant fuera palabra sería materia obligada para estudiarse en los grados donde la orientación vocacional cobra relevancia. Ejemplo de tenacidad, de disciplina, de esfuerzo y de lealtad. Y también postularía como asignatura de filosofía para entender conceptos sobre la existencia.
Alguna vez dijo: "Hay elecciones que debemos hacer como personas, como individuos. Si tú quieres ser el mejor en algo, hay una elección que tienes que hacer. Podemos ser los amos de nuestra creación, pero debes hacer una elección. A lo que me refiero es, hay sacrificios inherentes que vienen con ello". Sus palabras nunca tuvieron desperdicio.
A través de su trascendencia bajo el aro, siempre buscó que los jóvenes abrieran a tiempo los ojos, que tomaran buenas decisiones y que se esforzaran por ser mejores día a día. Kobe no era el tipo que únicamente vivía para jugar. Jugaba y enseñaba a vivir.
Siempre recalcó la importancia de inspirar a las personas para que pudieran ser grandes en lo que quisieran ser y hacer.
Ganó todo. Cinco campeonatos con los Lakers, dos medallas olímpicas y hasta un Óscar. No le faltó nada. Sólo vivir. Vivir más para seguir abrazando a su familia y para acompañar a Gianna a todos los juegos de su calendario hasta verla convertirse en profesional.
Desde el instante en el que su hija se abrochó las agujetas para botar el balón y rechinar la duela al igual que su padre Joe Bryant (ocho años jugador NBA), hasta el día en que abordaron el helicóptero para buscar juntos otra cita con el triunfo, Kobe siempre estuvo ahí para apoyar.
Si no fallaba a los juegos de Gianna... ahora menos que comparten el cielo. Aún en la muerte, Kobe demostró ser inseparable y protector. El mundo no puede creerlo.
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